Jorge Brash
(Foto: Javier Mora)
Buenas noches:
Mi comentario, bajo el influjo del motivo
secundario de este libro de versos (las moscas), ha dado en la flor de moverse de
modo desconcertante. Espero que, a diferencia de las importunas y zumbonas
alimañas, no les resulte molesto y sí, cuando menos, estimulante. Y, sin
mayores preámbulos, pasaremos zumbando por las líneas de “El mundo” (no
es libreto,
consideración o juicio,
Como
argumento basta una palabra, a gritos;
… Como flecha
de luz,
establece la
posible dirección de sus huellas.
A la usanza de esos dípteros tozudos,
volamos ahora en raudo zig-zag dejando
atrás el cráneo roto en la diafanidad del mediodía.
Porque estos poemas de Darío Carrillo buscan
compartir el asombro, el pasmo que la sola luz provoca, esa primera sensación,
ya al aire abierto, del recién nacido que ha llegado a bañarse también con la
caricia del sol.
Este comentario no se propone ser otra cosa que
una invitación a leer este librito de palabras unas veces aladas, otras también
saladas y aun amargas, como la mar de Lorca.
Lo primero que se me ocurrió cuando acepté (y
cómo no hacerlo) la amistosa provocación de Darío, fue proponerle la lectura de
un puñado de poemas que elegí de este versario, pero luego me dije que lo mejor
sería abusar de la confianza de todos ustedes y dispararles a mansalva las propias
palabras del autor, que él, después de todo, tampoco nos ha pedido permiso para
acribillarnos con imágenes tan duras y poéticas como las de “El Pelo negro de
tu madre muerta”, donde vemos la reflexión de un viudo a quien suponemos padre
del autor, que nos presenta aquí la ausencia más dolorosa, la de la amada,
dispensadora del mundo y de la propia existencia.
Leamos:
Comencé a saber quién
soy
-decía mi padre esa
noche de abril cuando fumaba
el único cigarro
compartido-
en el instante justo en
que dejé
con algo de temor, debo
admitirlo,
de pelear con el perfume
del pelo negro de tu
madre muerta.
Comencé a no tener
razón, se vale
estar equivocado o ser
pendejo,
a no temerle al mar ni a
estar a solas,
a darme cuenta de que
tarde o temprano
llegamos a la orilla
donde el aire
se deja respirar libre
de todo;
limpio del mundo, de
ella y de mí mismo.
¡Cuánta
desnudez y claridad en el concepto!, lo cual ya había advertido Ángel Ortuño en
sus palabras preliminares: De desnudarse otro poco Darío, no sé, se congela tal
vez o se vuelve tlaconete de vidrio. Aquí no se explica nada, aquí leemos el testimonio
escueto del doliente, de quien fuma un cigarro compartido, suponemos con el
hijo, el de la voz… Pero resulta que la voz nos es dada en directo y solo nos
revelan su identidad esos guiones que distinguen la acotación “decía mi
padre…”.
Leyendo estos poemas uno se siente identificado
a veces con ese hámster de la página 22, que imaginamos encerrado en una pecera:
La vida es lo que pasa
detrás de la burbuja
y detrás.
Otras
veces la lectura se aproxima peligrosamente a la escucha musical y nos basta
con exponer el oído a las abiertas vocales de un juego engañosamente infantil:
Allá,
la mara lanza dagas,
bravas navajas,
largas tajadas.
Ana sangraba.
Satanás alza
la falda, la tasaja
hasta matarla.
“Ana masca parada an la
parad”,
más mala, calla, aparta
la cara.
Y
entonces ponerse a corear: ¡Ah la jarana blanca, la hamaca ancha, las alas
aplanadas! Ah, la casaca al alba ya amarrada!… Pero ¡basta por ahora de ecos enbriagadores!
Sigamos revisando las páginas de Darío. Sólo un vistazo a vuelo de mosca:
Como este autor de ambiguos desvaríos, yo mismo
he sufrido y, cómo no, disfrutado también, la vasta desolación de la ciudad de
México, topónimo que sólo le cuadraba cuando ese nombre era algo más que, como
hoy, simple falta de imaginación, allá cuando todo nuestro menguado territorio
padecía el baldón de ser llamado la Nueva España. Entonces sí era la muy noble
y leal ciudad de México. Luego su nombre se volvió la matrioshka más pequeña
del juguete: México país, México estado y México ciudad ombligo de sí misma.
¡Ah, pero qué tal cuando más vasta y desolada, da
cobijo a otra existencia (¿la amada acaso del de la voz?) alrededor de la cual incluso
la nuestra, ya atrapada por la magia verbal de Darío Carrillo, da una y otra
vuelta al compás del impávido cucú. Y ya puestos en circunstancia, vayamos con
Darío a la mentada ciudad, en las inmediaciones de Coyoacán, otrora pueblecito
aledaño, hoy casi capital de capitales.
El
poema se llama El pájaro cucú
Las banquetas, los
árboles,
las frases y las pausas,
la falsa distracción que
me sitúa
a seis o siete metros de
tu cuarto…
En mi cabeza, la
banqueta de ida y la de vuelta;
figuras en las frondas
del camellón
de la avenida México.
las cosas fluyen. Es
libre el azar.
Fuera, aquí mismo, el
tiempo
sugiere volver a casa
para dar cuerda al reloj.
En
seguida tenemos un asunto emparentado con el anterior, esta vez ya no planteado
desde la calle, sino desde el interior más desolado de cualquier habitación.
Hoteles
“Es posible que suceda”,
me digo
como un mantra originado
en el pulso.
Mientras con una pierna
arrodillada escondo,
un recado debajo de la
almohada,
el nombre de un hotel y
una caricia.
“Aquí estaré”, te digo
como un cuarzo, un ojo
de venado,
un colibrí pasando por
la puerta.
Otra vez salgo hacia una
habitación
cualquiera donde hallar
tras la persiana
la ocasión singular de
que aparezcas,
o al menos colocarte
otro mensaje.
Pero
si ya el cuclillo del reloj de Darío nos había puesto en situación de calle,
punto menos que náufragos del deseo, páginas adelante aquella indefensión cobra
proporciones existenciales, cuasi kierkegaardianas en este otro poemita en
medio del cual languidecemos haciendo la sopa de las fichas blanquinegras:
Dominó
Aventuro la mano y me
pregunto
el animo del juego.
La intención oculta de
dividir
el tiempo en cuatro
veces siete
y hacer con sus pedazos
murallas para mostrar a
los otros
la cara más oscura
de un mundo dividido en
blanco y negro.
Proyecto de viaducto
para hormigas.
voluntad de jugar a la
destreza
de conseguir espejos
de feria, donde somos
sólo en parte.
Yo no encuentro placer
en el resultado ni en el
desarrollo.
Mi felicidad radica en
el acto
de revolver las fichas;
cuando invoco a Fortuna
con las manos trémulas
y, en mi mente,
bailas sonriendo como el
remolino.
En alguno de sus poemas, Darío, o la voz por él
inventada (que para el caso tanto monta, nos dirían Saramago y Fernando
Vallejo), pretende no echar mano más que de palabras, soslayar el concepto,
olvidarse del significado. Todo ello digno de encomio en tanto proyecto
irrealizable... ¿Pero vale la pena realizar algo? De cualquier modo la
vidamuerte nos rebasa. Porque todo tiene que ver con todo, y más cuando de
creaciones verbales o icónicas se trata. No se nos pasó por alto la alusión a
la magdalena de Proust en el olor de aquella taza de té, ni la sutil
correspondencia con una alusión aquí, otra allá, a la nuez de macadamia.
No cabe duda que los títulos ocultan mucho más
de lo que muestran. Es más, alguna vez son incluso desorientadores. Veamos, por
ejemplo, Conceptual, ya casi para dar
por concluido nuestro vuelo en zig-zag sobre este intrigante poemario:
Sobre una
mesa como altar de muertos,
pero ausente
de cirio y cempasúchil
para alejar
el tono localista,
vendría bien
colgar algo ligero.
Con
paciencia, sin pausas, con dos ganchos
elaborar un
móvil
de ojos
infinitos
sacados de
las fotos
de los
primeros días en la playa.
Cortar quizás
un poco
dos patas de
la mesa
o ponerla
invertida y desequilibrada.
Con los
zapatos rotos, el anuario,
los poemas
olvidados en las
hojas de la
Enciclopedia Británica
y un oso de
peluche que te di.
Después
soltar un grito
y narrar el
vacío de tus cajones.
Hemos asistido al montaje “conceptual” de un muy
peculiar altar de muertos.
Y lo único que nos queda claro es el vacío ya
insalvable de una pérdida íntima y profunda.
Pero ya
me aproximo vertiginosamente al final de estas ociosas palabras. No querría
dejar pasar la entereza, el valor de que Darío ha hecho acopio para hablarnos
desde los más variados registros, desde el del metalenguaje ecoico, la
autorreferencialidad de algún poema, hasta el propio disgusto que comparte con
tantos de sus lectores. De esto último tenemos aquí un ejemplo excelente, al
cual, a falta de título, he llamado, aunque sólo sea para esta fugaz ocasión,
El
disgusto:
En el agua, no lejos de
la arena,
flotan los ojos en
botellas plásticas.
Tres grupos de cumbia
tocando
al mismo tiempo,
por poca pretensión que
tengan,
ultiman el motivo
de la palabra playa.
Mil metros más allá sólo
el murmullo
como de moscas.
No es que se vuelvan
burdos porque beben,
es la supina zafiedad
del derrotado.
Y
la metafísica, a juzgar por Típico, un poema singular entre singularidades, no
le es ajena a Darío. La comunión con el cosmos ha quedado desconcertantemente
expresada en estos catorce versos que no son soneto, ni falta que les hace:
Caerme desmayado sobre
el verde
y despertar con el aire
engarzado
entre flores de
jacaranda.
Los rayos de un sol frío
puntualizando estrías
en medio de la fronda y
el terreno,
laberinto que se propaga
en múltiples
vías para difuminar
fronteras.
Nada está contenido en
su epidermis.
ni el árbol, ni las
flores, ni la luz.
El pasto no concluye con
el parque.
Su estancia se preserva
en ese algo
que sólo puede ser
indefinido,
confuso y sin orillas.
Felicidades,
Darío, muchos poemas como estos, o como quieras dárnoslos.
Y
muchas gracias a todos por su paciencia.
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