viernes, 25 de mayo de 2018

Es testaruda la dura tse-tsé, O comentario marginal a algunos poemas de Darío Carrillo

Jorge Brash

(Foto: Javier Mora)

Buenas noches:

Mi comentario, bajo el influjo del motivo secundario de este libro de versos (las moscas), ha dado en la flor de moverse de modo desconcertante. Espero que, a diferencia de las importunas y zumbonas alimañas, no les resulte molesto y sí, cuando menos, estimulante. Y, sin mayores preámbulos, pasaremos zumbando por las líneas de “El mundo” (no

es libreto, consideración o juicio,
Como argumento basta una palabra, a gritos;
… Como flecha de luz,
establece la posible dirección de sus huellas.

 A la usanza de esos dípteros tozudos, volamos ahora en raudo zig-zag dejando atrás el cráneo roto en la diafanidad del mediodía.
Porque estos poemas de Darío Carrillo buscan compartir el asombro, el pasmo que la sola luz provoca, esa primera sensación, ya al aire abierto, del recién nacido que ha llegado a bañarse también con la caricia del sol.

Este comentario no se propone ser otra cosa que una invitación a leer este librito de palabras unas veces aladas, otras también saladas y aun amargas, como la mar de Lorca.
Lo primero que se me ocurrió cuando acepté (y cómo no hacerlo) la amistosa provocación de Darío, fue proponerle la lectura de un puñado de poemas que elegí de este versario, pero luego me dije que lo mejor sería abusar de la confianza de todos ustedes y dispararles a mansalva las propias palabras del autor, que él, después de todo, tampoco nos ha pedido permiso para acribillarnos con imágenes tan duras y poéticas como las de “El Pelo negro de tu madre muerta”, donde vemos la reflexión de un viudo a quien suponemos padre del autor, que nos presenta aquí la ausencia más dolorosa, la de la amada, dispensadora del mundo y de la propia existencia.

Leamos:

Comencé a saber quién soy
-decía mi padre esa noche de abril cuando fumaba
el único cigarro compartido-
en el instante justo en que dejé
con algo de temor, debo admitirlo,
de pelear con el perfume
del pelo negro de tu madre muerta.

Comencé a no tener razón, se vale
estar equivocado o ser pendejo,
a no temerle al mar ni a estar a solas,
a darme cuenta de que tarde o temprano
llegamos a la orilla donde el aire
se deja respirar libre de todo;
limpio del mundo, de ella y de mí mismo.

¡Cuánta desnudez y claridad en el concepto!, lo cual ya había advertido Ángel Ortuño en sus palabras preliminares: De desnudarse otro poco Darío, no sé, se congela tal vez o se vuelve tlaconete de vidrio. Aquí no se explica nada, aquí leemos el testimonio escueto del doliente, de quien fuma un cigarro compartido, suponemos con el hijo, el de la voz… Pero resulta que la voz nos es dada en directo y solo nos revelan su identidad esos guiones que distinguen la acotación “decía mi padre…”.

Leyendo estos poemas uno se siente identificado a veces con ese hámster de la página 22, que imaginamos encerrado en una pecera:

La vida es lo que pasa
detrás de la burbuja
y detrás.

Otras veces la lectura se aproxima peligrosamente a la escucha musical y nos basta con exponer el oído a las abiertas vocales de un juego engañosamente infantil:

Allá,
la mara lanza dagas,
bravas navajas,
largas tajadas.

Ana sangraba.

Satanás alza
la falda, la tasaja
hasta matarla.

“Ana masca parada an la parad”,
más mala, calla, aparta la cara.

Y entonces ponerse a corear: ¡Ah la jarana blanca, la hamaca ancha, las alas aplanadas! Ah, la casaca al alba ya amarrada!… Pero ¡basta por ahora de ecos enbriagadores! Sigamos revisando las páginas de Darío. Sólo un vistazo a vuelo de mosca:

Como este autor de ambiguos desvaríos, yo mismo he sufrido y, cómo no, disfrutado también, la vasta desolación de la ciudad de México, topónimo que sólo le cuadraba cuando ese nombre era algo más que, como hoy, simple falta de imaginación, allá cuando todo nuestro menguado territorio padecía el baldón de ser llamado la Nueva España. Entonces sí era la muy noble y leal ciudad de México. Luego su nombre se volvió la matrioshka más pequeña del juguete: México país, México estado y México ciudad ombligo de sí misma.
¡Ah, pero qué tal cuando más vasta y desolada, da cobijo a otra existencia (¿la amada acaso del de la voz?) alrededor de la cual incluso la nuestra, ya atrapada por la magia verbal de Darío Carrillo, da una y otra vuelta al compás del impávido cucú. Y ya puestos en circunstancia, vayamos con Darío a la mentada ciudad, en las inmediaciones de Coyoacán, otrora pueblecito aledaño, hoy casi capital de capitales.

El poema se llama El pájaro cucú

Las banquetas, los árboles,
las frases y las pausas,
la falsa distracción que me sitúa
a seis o siete metros de tu cuarto…

En mi cabeza, la banqueta de ida y la de vuelta;
figuras en las frondas
del camellón
de la avenida México.
las cosas fluyen. Es libre el azar.

Fuera, aquí mismo, el tiempo
sugiere volver a casa para dar cuerda al reloj.

En seguida tenemos un asunto emparentado con el anterior, esta vez ya no planteado desde la calle, sino desde el interior más desolado de cualquier habitación.

Hoteles

“Es posible que suceda”, me digo
como un mantra originado en el pulso.
Mientras con una pierna arrodillada escondo,
un recado debajo de la almohada,
el nombre de un hotel y una caricia.

“Aquí estaré”, te digo
como un cuarzo, un ojo de venado,
un colibrí pasando por la puerta.

Otra vez salgo hacia una habitación
cualquiera donde hallar tras la persiana
la ocasión singular de que aparezcas,
o al menos colocarte otro mensaje.

Pero si ya el cuclillo del reloj de Darío nos había puesto en situación de calle, punto menos que náufragos del deseo, páginas adelante aquella indefensión cobra proporciones existenciales, cuasi kierkegaardianas en este otro poemita en medio del cual languidecemos haciendo la sopa de las fichas blanquinegras:

Dominó

Aventuro la mano y me pregunto
el animo del juego.

La intención oculta de dividir
el tiempo en cuatro veces siete
y hacer con sus pedazos
murallas para mostrar a los otros
la cara más oscura
de un mundo dividido en blanco y negro.

Proyecto de viaducto para hormigas.
voluntad de jugar a la destreza
de conseguir espejos
de feria, donde somos sólo en parte.

Yo no encuentro placer
en el resultado ni en el desarrollo.

Mi felicidad radica en el acto
de revolver las fichas;
cuando invoco a Fortuna
con las manos trémulas y, en mi mente,
bailas sonriendo como el remolino.

En alguno de sus poemas, Darío, o la voz por él inventada (que para el caso tanto monta, nos dirían Saramago y Fernando Vallejo), pretende no echar mano más que de palabras, soslayar el concepto, olvidarse del significado. Todo ello digno de encomio en tanto proyecto irrealizable... ¿Pero vale la pena realizar algo? De cualquier modo la vidamuerte nos rebasa. Porque todo tiene que ver con todo, y más cuando de creaciones verbales o icónicas se trata. No se nos pasó por alto la alusión a la magdalena de Proust en el olor de aquella taza de té, ni la sutil correspondencia con una alusión aquí, otra allá, a la nuez de macadamia.

No cabe duda que los títulos ocultan mucho más de lo que muestran. Es más, alguna vez son incluso desorientadores. Veamos, por ejemplo, Conceptual, ya casi para dar por concluido nuestro vuelo en zig-zag sobre este intrigante poemario:

Sobre una mesa como altar de muertos,
pero ausente de cirio y cempasúchil
para alejar el tono localista,
vendría bien colgar algo ligero.

Con paciencia, sin pausas, con dos ganchos
elaborar un móvil
de ojos infinitos
sacados de las fotos
de los primeros días en la playa.

Cortar quizás un poco
dos patas de la mesa
o ponerla invertida y desequilibrada.

Con los zapatos rotos, el anuario,
los poemas olvidados en las
hojas de la Enciclopedia Británica
y un oso de peluche que te di.

Después soltar un grito
y narrar el vacío de tus cajones.

Hemos asistido al montaje “conceptual” de un muy peculiar altar de muertos.
Y lo único que nos queda claro es el vacío ya insalvable de una pérdida íntima y profunda.

 Pero ya me aproximo vertiginosamente al final de estas ociosas palabras. No querría dejar pasar la entereza, el valor de que Darío ha hecho acopio para hablarnos desde los más variados registros, desde el del metalenguaje ecoico, la autorreferencialidad de algún poema, hasta el propio disgusto que comparte con tantos de sus lectores. De esto último tenemos aquí un ejemplo excelente, al cual, a falta de título, he llamado, aunque sólo sea para esta fugaz ocasión,

El disgusto:

En el agua, no lejos de la arena,
flotan los ojos en botellas plásticas.

Tres grupos de cumbia tocando
al mismo tiempo,
por poca pretensión que tengan,
ultiman el motivo
de la palabra playa.

Mil metros más allá sólo el murmullo
como de moscas.

No es que se vuelvan burdos porque beben,
es la supina zafiedad
del derrotado.

Y la metafísica, a juzgar por Típico, un poema singular entre singularidades, no le es ajena a Darío. La comunión con el cosmos ha quedado desconcertantemente expresada en estos catorce versos que no son soneto, ni falta que les hace:

Caerme desmayado sobre el verde
y despertar con el aire engarzado
entre flores de jacaranda.
Los rayos de un sol frío
puntualizando estrías
en medio de la fronda y el terreno,
laberinto que se propaga en múltiples
vías para difuminar fronteras.

Nada está contenido en su epidermis.
ni el árbol, ni las flores, ni la luz.
El pasto no concluye con el parque.

Su estancia se preserva en ese algo
que sólo puede ser indefinido,
confuso y sin orillas.

Felicidades, Darío, muchos poemas como estos, o como quieras dárnoslos.
Y muchas gracias a todos por su paciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario